FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA
Una divisa vale el equivalente a la confianza que inspira el que la emite. Hace siglos, cuando el dinero se acuñaba en metales preciosos, el rey de España asistió atónito a cómo los vellones españoles perdían todo el crédito en Europa, porque el monarca los maleaba sin piedad para pagar guerras y otros dispendios innecesarios.
La corona española, que había sido un emisor muy fiable al principio, perdió la confianza de los compradores de moneda. Los que no estafaban, como la República de Venecia y su ducado, es decir, los que seguían acuñando en oro y plata, mantenían el valor de su moneda. El mercado es ciego y su veredicto es justo e inapelable.
Ahora, aunque el dinero es estatal y no viene acuñado ni en oro ni en plata, y el papel moneda es sólo una pequeña fracción de toda la masa monetaria, el valor de una moneda lo sigue fijando el mercado de demandantes y ofertantes de dinero.
Y no la extensión del país, o la fortaleza de su Gobierno, o los recursos naturales de los que éste disponga. Ésa es la razón por la que el franco suizo es una divisa infinitamente más deseable que el rublo. ¿Piense en cuál de las dos le gustaría que le liquidasen una deuda o le pagasen el sueldo?
El euro es una moneda formada por la agregación de 16 divisas preexistentes, pero no todas con el mismo peso, el euro es mucho más marco alemán que tólar eslovaco o que escudo portugués. Además, la entidad que lo emite, el Banco Central Europeo con sede en Fráncfort, es bastante independiente de los políticos de los países que conforman la eurozona, mucho más de lo que el dólar o la libra esterlina son de sus respectivos Gobiernos. Una independencia que defendió con uñas y dientes su anterior gobernador, Willi Duisenberg, cuando el Gobierno rojiverde alemán de Schröder quiso manejar a su antojo y en beneficio propio la moneda común.
Gracias a eso y a las cautelas que ha tomado desde el principio de la crisis, el euro se ha revaluado en los mercados, donde flota libremente junto a otras divisas apreciadas por los inversores como el dólar, el yen, el franco suizo o los dólares canadiense y australiano. La fortaleza del euro, que tantos dolores de cabeza ha dado a los exportadores alemanes en la última década, no se ha debido a que el canciller de Alemania haya decidido unilateralmente que su moneda sea fuerte, sino a que ésta ha generado confianza en los mercados.
El BCE no ha sido amigo de aventurillas monetarias, ha expandido sí, pero no tanto como sus colegas de Gran Bretaña y Estados Unidos, no se ha puesto como un poseso a imprimir billetes, ni ha monetizado la deuda soberana de los Estados que componen la eurozona, como sí ha hecho la Reserva Federal.
Entonces, con tan buen currículum, ¿por qué ahora vienen los inversores y lo atacan?, ¿se han conjurado en Wall Street para acabar con la soñada divisa paneuropea? Primero, la única conjuración real y demostrable en la realidad es la de los Gobiernos, convertidos en auténticos adictos a la deuda, contra los contribuyentes. Segundo, los inversores no atacan nada, simplemente compran lo que creen que va a apreciarse y venden lo que creen que va a depreciarse. Lo mismo que haría usted.
Y tercero, han empezado a deshacerse de euros porque no se terminan de fiar de los Gobiernos europeos y de sus maniobras para salvar a Estados insolventes como Greciam -insisto en lo de Estado porque los griegos como individuos pagan sus deudas, de otro modo ya habrían sido embargados o no recibirían los productos o servicios que han contratado-. El que no paga es el Estado, que ha gastado lo que no tenía pidiéndolo prestado para atender los gastos corrientes de una administración elefantiásica.
El inversor, que no es un señor con chistera y puro sino cualquier persona normal con un dinerillo en un fondo, es muy temeroso. Si sospecha que el agujero griego van a taparlo con una tonelada de euros, saldrá huyendo de allí, del mismo modo que salió huyendo del dólar cuando Bush metió mano en la caja para rescatar bancos hipotecarios y de inversión hace dos años. Para saber si han de tener miedo o estar tranquilos, los inversores se fijan en los llamados ratings de agencia, pero no sólo en ellos, que suelen fallar más que una escopeta de feria, y no por pesimistas sino por todo lo contrario.
Es chocante, por ejemplo, que España, con un 20% de desempleo, la economía paralizada, la recaudación fiscal en entredicho (ésta es la garantía o colateral que el Gobierno presenta cuando pide prestado a los inversores), una deuda de más del 50% sobre el PIB y gastando un 11% más de lo que ingresa, siga teniendo una calificación excelente en agencias como Moody’s y Fitch, y buena en S&P, que acaba de rebajarla. Bueno es recordar que estas mismas agencias daban a Lehman Brothers la máxima nota días antes de presentar una sonora suspensión de pagos que tiró por los suelos las Bolsas de todo el mundo.
Las agencias, que como hemos visto no son más que simples indicadores poco fiables, forman sólo una porción de la tarta de información que se desayunan los inversores, las otras son los periódicos, el olfato y el sentido común, el más valioso de los sentidos para un todos los que manejan dinero.
Si salen por la televisión imágenes de unos vándalos asesinando a tres empleados de banca en su sucursal, o si un periódico publica que, en tal país, se ha descubierto una gran trama de corrupción, o si se rumorea que la policía no patrulla porque le falta gasolina, los inversores, como haría cualquiera, cogen su dinero y corren. Esto es lo que le está pasando al euro.
Si va cobrando fuerza la idea de que Portugal será la próxima Grecia, o que España en julio se las va a ver para atender vencimientos de deuda, el primer perjudicado es la moneda de curso forzoso en esos países. Si se da, además, el hecho de que el Pacto de Estabilidad, cimiento mismo de la zona euro, es papel mojado que todos los Gobiernos pisotean, los compradores de euros dejarán de hacerlo y empezarán a venderlos, cuanto más rápido mejor. Esa operación se traduce en que, al ser menos deseable, su precio desciende con respecto a otras monedas. Eso es, en esencia, la cotización de divisas.
El caso griego ha sentado precedente. La lección que se ha enseñado al mundo es la siguiente: si un Estado está endeudado hasta el cuello –Grecia– va a llegar otro –Alemania– y cubrir esa deuda con fondos propios extraídos a sus contribuyentes o, peor aún, con nueva deuda.
Lo va a hacer, además, en euros contantes y sonantes que van, en principio en concepto de préstamo de última instancia, de un país a otro. Eso en principio, que podría ser que al final hubiese que reestructurar y el saldo de todo fuese una destrucción de riqueza brutal, esto es, un barco cargado con lingotes de oro que se hunde a propósito encima de las fosa de las Marianas.
En breve, si el rescate griego se estuviese haciendo con los préstamos nominados en coronas suecas, sería la corona sueca la que acusaría el golpe, del mismo modo que lo que fulminó la guerra de Vietnam fue al dólar y no al marco alemán, que siguió siendo tan estable y codiciado como siempre.
Mientras sigan las turbulencias en Europa, el euro –su divisa estatal de curso forzoso- seguirá depreciándose. Lo que no se puede saber es cuánto ni a qué ritmo. Aquí el único pitoniso en la materia es Zapatero, y se equivoca siempre. Podría suceder, como asegura Anton Boerner, presidente de la asociación de Exportadores Alemanes, que para finales de año ya esté a una paridad 1-1 con el dólar, como en los viejos tiempos.
Lo de Boerner, claro, es testimonio de parte. El sector europeo de la exportación ha padecido en silencio la fortaleza del euro durante casi toda la década. Sólo le podría salvar que el dólar está casi peor. Así las cosas, lo único que va a mantener e incrementar su valor será el oro y otros metales que ni tienen, ni esperan, ni necesitan un Banco Central que los gobierne.
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