Si se observa con perspectiva, la gestión de la crisis económica que han ido llevando a cabo nuestros gobernantes pudiera parecer caótica, incomprensible y carente de coherencia. Las medidas han resultado con frecuencia contradictorias entre sí o tomadas a destiempo mientras que las necesarias reformas estructurales se iban aplazando sine die. El gasto público iba creciendo de manera notable hasta que la crisis de endeudamiento ha obligado a dar marcha atrás, contradiciendo toda la política anterior. Sin embargo, si se analiza con detenimiento, la trayectoria seguida parece responder a cierto principio que, desgraciadamente, viene marcando la política española desde hace ya años. Nos referimos a lo que podría denominarse la política del corto plazo o una fuerte inclinación a favorecer aquellas medidas que suponen un beneficio político a corto plazo pero que pueden resultar perjudiciales para el país a la larga frente a aquellas con las características contrarias.
Y es que, como se acepta ampliamente desde hace años, el comportamiento de los poderes públicos, lejos de estar guiado siempre por la bondad y la benevolencia, tiende a responder, más bien, a los intereses de los dirigentes. Los gobiernos buscarían primordialmente su mantenimiento en el poder, favoreciendo aquellas políticas cuyo efecto positivo se manifieste antes de las elecciones y descartarían aquellas que actúen a un plazo más largo. Pero el sistema político español exacerba todavía más esta euforia cortoplacista: los gobiernos tienden a tomar las medidas que mantengan o acrecientan su popularidad en las frecuentes encuestas de opinión. No hay que olvidar que la posición del líder del partido se consolida cuando las perspectivas electorales son buenas y hay posibilidad de repartir más cargos. Así, decisiones que, a la larga, se demuestran monumentales errores, pudieron tener en su día una justificación política. Y es que nos encontramos, en muchos casos, ante una inconsistencia temporal, un fenómeno por el que la sucesión de decisiones que pudieran ser convenientes en el corto plazo no constituye una buena estrategia para el largo.
Así, los desequilibrios presupuestarios actuales se deben parte a la crisis pero también a discutibles decisiones del pasado. Los ingentes ingresos fiscales procedentes de la burbuja inmobiliaria se utilizaron para expandir la administración (especialmente en las autonomías), para crear redes clientelares (a mayor gloria de los nuevos caciques regionales) y para favorecer a ciertos grupos de presión. Ingresos temporales iban convirtiéndose en gastos permanentes, algo insostenible en el largo plazo pero con mucha lógica en la política de captación del voto.
Cuando la perspectiva de crecimiento desaparece, el endeudamiento va creciendo pero el déficit todavía podía cubrirse con una colocación de la deuda pública en las condiciones ventajosas que permitía la pertenencia a la Eurozona y los problemas de insolvencia se vislumbraban a un plazo todavía demasiado largo como para ser contemplado por los políticos. Siempre había tiempo de rectificar y, aunque las medidas serían más dolorosas a medida que pasase el tiempo, la lógica política seguía empujando a aplazar la solución y esperar a que el crecimiento económico resolviese o paliase el problema.
De igual modo, las necesarias reformas estructurales (del mercado laboral, del mercado financiero, del sector energético y, desde luego, del oneroso sistema autonómico) tendían a aplazarse hasta que no quedase otro remedio. La reforma laboral, por ejemplo, reduciría nuestra elevada tasa de desempleo de equilibrio pero, ¡ay! sus efectos beneficiosos tardarían demasiado en manifestarse sobre el nivel de desempleo real ¿Quién iba a cargar con sus costes para que luego el mérito se lo llevasen los que pudieran gobernar dentro de unos años? Desde una perspectiva económica, hubiese sido más conveniente reformar en momentos de reducido desempleo para impedir que alcanzase los niveles actuales. Y es que, aunque es mejor evitar una enfermedad que tener que curarla, desde la óptica política, corta de miras, parece incluso más deseable lo segundo, si uno es capaz de atribuirse los méritos de la curación.
¿Qué ha cambiado entonces para que nuestros gobernantes hayan dado marcha atrás? Sencillamente que los mercados financieros son capaces de anticipar los problemas que todavía están lejanos en el tiempo, a través de una elevada prima de riesgo de la deuda publica que encarece tremendamente la financiación hoy. Los malvados y denostados especuladores otean el horizonte y prevén lo que puede pasar en el futuro. “La situación actual de España no es todavía tan mala”, sostenían con cierta razón los políticos en contra de los especuladores. Pero, para los mercados financieros, importa tanto la situación actual como la previsible en el futuro y, aunque todavía quedase margen de maniobra, estos mercados anticipan no sólo la evolución de las variables económicas sino también la previsible actuación de los políticos españoles y su reticencia a contener el gasto y a aplazar las reformas ad calendas grecas.
De esta forma, el futuro se trasladó de forma súbita y violenta al presente en forma de tormenta financiera de imprevisibles consecuencias para el Sistema Monetario Europeo obligando a los dirigentes a tomar, sin dilación, decisiones radicales y dolorosas que no hubiesen sido necesarias si desde el principio se hubiese actuado con la lógica del largo plazo. Pero estas medidas sólo funcionarán si resultan creíbles para los mercados financieros.
A pesar de su desastrosa gestión, resulta demasiado fácil culpar de todos los males a José Luis Rodríguez Zapatero y pensar que su salida del poder aplacará todos los males. Al fin y al cabo, Zapatero es sólo el síntoma, el máximo exponente de una grave enfermedad que se ha adueñado de nuestra política: la visión miope de corto plazo y los intereses de los políticos puestos por encima de aquellos que pagan todo el circo: los ciudadanos.
Más vale prevenir para el futuro y acometer las reformas legales, estructurales y políticas capaces de cambiar los incentivos de los gobernantes, impulsándolos a actuar con una lógica de más largo plazo, buscando el bienestar de la ciudadanía. Una de las muchas necesarias sería la limitación de la discrecionalidad en la política fiscal, obligando por ley, por ejemplo, a que el presupuesto estructural (aquel que no depende del ciclo económico) deba mantenerse equilibrado y, por tanto, que déficits y superavits se produzcan, tan sólo, como consecuencia del ciclo económico.
Aunque estos límites pueden acarrear ciertos inconvenientes, es más que probable que, en las circunstancias actuales, los pros superen ampliamente a los contras. Y es que el poder de gastar sin cortapisas es un juguete demasiado apetecible y adictivo como para dejarlo completamente en manos de los políticos.
*Juan Manuel Blanco es profesor titular de Análisis Económico en la Universidad de Valencia.
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