domingo, 30 de mayo de 2010

Zp falto de saber y Humildad

Foto: PERICO PASTOR
ANTONI SERRA RAMONEDA
De ciencia humilde calificaba Alfred Pastor a la economía en un recomendable libro suyo. Tiene toda la razón. Aunque un premio Nobel recompense a sus más distinguidos cultivadores, sus modelos contengan infinidad de variables y ecuaciones y su lenguaje sea críptico, la economía sigue gozando de escasa capacidad predictiva, rasgo este que mide el nivel científico de una disciplina. Suele con sorna decirse que los economistas solo son capaces de explicar los acontecimientos a toro pasado.
La mejora indudable de las estadísticas económicas y de los medios electrónicos para el tratamiento de la información desde los pasados años 30, en que la pronunció, no restan validez a la afirmación del agudo Flores de Lemus: para sus mediciones, los economistas solo disponen de una rudimentaria balanza romana, esa que estimaba en quintales el peso de la leña. Es engañoso añadir muchos decimales para aparentar exactitud a las estimaciones del PIB, a la tasa de crecimiento del IPC o a la magnitud del paro, como si dispusiéramos de un sensibilísimo aparato similar al que permite a los farmacéuticos determinar al milímetro el contenido relativo en litio de un agua mineral.

A pesar de todo, la economía no deja de ser una herramienta suficientemente poderosa para que los políticos se permitan el lujo de desdeñarla. Viene esto a cuento de la comprobación de que muchas de las inversiones en infraestructuras realizadas en los años en que atábamos los perros con longanizas hoy apenas tienen rentabilidad social. En algunos casos, su mantenimiento y la explotación del correspondiente servicio la hacen incluso negativa. Ha habido un despilfarro de recursos cuya trivial consecuencia es presumir de alcanzar pronto a Francia en kilómetros de AVE, que no en pasajeros. Que el cálculo del coste/beneficio –o, si se prefiere, de la rentabilidad social de un proyecto de inversión– es siempre discutible por la dificultad que supone cuantificar sus efectos indirectos es un hecho bien conocido. En consecuencia, sus conclusiones siempre estarán teñidas de subjetividad. Pero este análisis constituye un cedazo que, aun dejando por su imperfección pasar algunos proyectos de dudosa conveniencia, elimina cuando menos aquellos que muy claramente tienen mucha más paja que grano. No es un filtro perfecto, pero ayuda a mejorar, de manera no menospreciable, la selección de las inversiones.
¿Cuántos de los aeropuertos construidos en estos últimos años a lo largo y a lo ancho de la piel de toro hubieran superado la prueba previa de una rentabilidad social mínima para que su construcción mereciera la luz verde? Aeropuertos donde el número de aviones que aterrizan diariamente se puede contar con los dedos de una mano, y ello a veces gracias a las subvenciones otorgadas por las autoridades locales a las compañías aéreas. ¿Cuántos metros cuadrados de edificios universitarios nos hubiéramos podido ahorrar vista la escasa ocupación que presumiblemente iban a tener? Por no hablar del AVE, algunos de cuyos ramales en servicio o en construcción ven o verán circular unos escasos convoyes diarios con apenas pasajeros tras las ventanillas. Todos los recursos destinados a estas inversiones hubieran podido utilizarse en otras finalidades de mayor justificación económica y social que, sin duda alguna, hoy habrían restado violencia a los estragos de la crisis que nos azota. Ahora resulta evidente que son nuestras exportaciones la única tabla de salvación a la que agarrarnos para reflotar nuestra economía. ¿No estaríamos en mejor posición si en lugar de algunas de las infraestructuras antes señaladas dispusiéramos de un tendido ferroviario de ancho europeo que abaratara el transporte de nuestros productos hacia Europa después de recorrer la costa mediterránea? Cuando menos nos hubiéramos evitado oír en Valencia a los representantes de las tres grandes empresas automovilísticas amenazar con cerrar sus instalaciones si no se construía, y pronto, la anhelada conexión.

Es en parte comprensible que los políticos se tomen cum grano salis a los economistas. Pero de ahí a ignorarlos hay un largo trecho. Por desgracia, no gozamos de la puntería de Guillermo Tell. Pero tampoco los geólogos son capaces de predecir la fecha de ocurrencia de un seísmo y no por ello se les tilda de charlatanes. Sí, la economía es una ciencia muy imprecisa y quienes la cultivan no deberían ser ni presuntuosos ni tajantes en sus afirmaciones. Pero sus instrumentos, por rudimentarios que sean, son imprescindibles para que los políticos mejoren sus decisiones. Esperemos que a partir de ahora nuestros representantes políticos seleccionen mejor las inversiones en infraestructuras prestando mayor atención a las indicaciones de los cálculos, imprecisos, económicos. A ver si aprenden de la dura lección actual.
Presidente de Ttribuna Barcelona.

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