sábado, 5 de junio de 2010

Es la hora del cambio, sí, pero no de la demagogia y el populismo

Es la hora del cambio, sí, pero no de la demagogia y el populismo
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Federico Quevedo, nacido en Hamburgo (Alemania) en 1961, licenciado en Ciencias de la Información, está casado y tiene 4 hijos. Quevedo ha realizado su carrera profesional en medios como Radiocadena Española, Antena 3 Radio, Europa Press, La Gaceta de los Negocios, Actualidad Económica... Además es colaborador de Telemadrid, Popular TV, 'La Mañana' y 'La Linterna' de La Cope y 'El Gato al Agua' en Intereconomía. Autor de los libros 'Pasión por la Libertad' sobre el pensamiento político del ex presidente Adolfo Suárez, y 'El Negocio del Poder' junto al periodista Daniel Forcada.
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Federico Quevedo - 05/06/2010
En 1993 el entonces presidente y líder del PP, José María Aznar, vio como se le escapaban de las manos unas elecciones generales que, a priori, casi todo el mundo daba por hecho que iba a ganar. El PSOE de Felipe González llegaba a esa convocatoria acosado por los escándalos de corrupción y con los primeros síntomas de la crisis apretando los bolsillos de los ciudadanos, aunque al mismo tiempo todavía vivía de las secuelas de los fastos del 92. El PP perdió esas elecciones, por poco, es verdad, pero las perdió. Era la segunda vez que Aznar lo intentaba, y la derrota supuso que unos cuantos dentro del partido, y también fuera del mismo, creyeran que había que cambiar al timonel porque no daba la talla. Aznar resistió los envites, ganó las elecciones europeas solo unos meses después y, a partir de ahí, con la crisis instalada en la sociedad las encuestas empezaron a advertir del cambio, un cambio que en apariencia se presentaba demoledor para la izquierda porque el PP conseguía registros de diez puntos de ventaja en cada sondeo que se publicaba. Esta vez sí, completamente cercado por la corrupción y la crisis, abandonado a su suerte por Jordi Pujol, González se vio obligado a adelantar las elecciones, pero aquella distancia de diez puntos que pronosticaban las encuestas se vio reducida a una mísera diferencia de 300.000 votos que incluso hicieron soñar a Felipe con impedir que el PP gobernara. El resto ya lo saben y relatarlo sería interminable, ni sirve al propósito de este post.

Como Aznar en el 93, Rajoy también perdió en 2008 sus segundas elecciones frente a un Rodríguez Zapatero muy tocado por el fracaso de la negociación con ETA y el caos autonómico, pero que todavía gozaba de la bonanza económica a su favor y de cierto crédito como activista de los derechos sociales -yo no lo creo, pero el país sí se lo creyó, al menos una parte-. La diferencia fue pequeña, tanto que unos meses después el PP ganaba las elecciones europeas cuando todavía se estaba empezando a dejar sentir la crisis, y un poco antes recuperó Galicia que solo hacía cuatro años que había perdido. Lo que ha ocurrido desde entonces también lo conocen: la crisis se ha cebado en nuestro país con casi 5 millones de parados, el Gobierno ha perdido por completo su crédito, los mercados nos castigan de modo inmisericorde por culpa de la desastrosa política económica de Rodríguez, Bruselas y Washington nos dicen lo que tenemos que hacer y aún así la perspectiva es del todo punto desalentadora. A eso hay que añadir un desprestigio institucional sin precedentes y una crisis político-social como nunca antes habíamos vivido. En fin, para que les voy a contar algo que hemos repetido hasta la saciedad. La consecuencia de todo eso, que además se ha evidenciado en muy pocos meses, sobre todo cuando España se ha presentado al mundo a través del escaparate de la Presidencia de la UE, es que las encuestas dicen que hoy ganaría el PP las elecciones con diez puntos de ventaja sobre el PSOE.

Una situación, por tanto, muy parecida a la de 1996, porque además, Rodríguez parece haber perdido el favor de sus socios nacionalistas y es previsible un adelanto electoral a la primavera del año que viene si este otoño le devuelven los Presupuestos al Gobierno. Casi calcado. La esperanza de cambio está en la calle, se palpa, y al contrario de lo que ocurrió en 1996, doce años después esta sociedad es más madura democráticamente hablando, y con sus aciertos y con sus errores sabe que el PP puede gobernar sin que se produzca ninguna clase de involución, sino más bien todo lo contrario, luego es lógico pensar que esta vez el factor miedo no juegue en contra del centro-derecha como sí ocurrió entonces. Lo que, sin embargo, sí puede jugar en contra del PP es perder la credibilidad que tiene frente a la izquierda como partido capaz de sacar al país de la crisis, aunque eso suponga sacrificios y no menores. Y, de alguna manera, llevado por el entusiasmo que produce el tener la victoria al alcance de la mano, el PP puede estar cayendo en una trampa perversa y más vieja que Matusalén: la de intentar hacerse con el discurso que ha abandonado Rodríguez el día que, forzado por las circunstancias y las presiones internacionales, se hizo una moción de censura a sí mismo. No hay nada peor que una copia del original, y si encima es una mala copia, peor todavía.

Rodríguez abusó durante todo este tiempo de una demagogia y de un populismo tan salvajes que ahora le están pasando una factura colosal, cuando es más que evidente que quien a puesto al país al borde de la quiebra y ha llevado al Estado de Bienestar casi a la desaparición han sido él y, precisamente, esa política basada en la demagogia, la mentira y el populismo de todo a un euro. Hasta ahí, es comprensible lo que ha pasado, pero cuando de repente escuchamos a algunos dirigentes del PP extraer de la chistera argumentos sobre los derechos sociales muy parecidos a los que utilizó en su día Rodríguez, algo chirría en nuestros oídos. Esta es una de las razones por las que creía y sigo creyendo que el PP debía haberse abstenido en la votación para la convalidación del decreto de ajuste, pero eso ya es agua pasada. Ahora lo siguiente que viene es la reforma del mercado laboral que Rodríguez, que ha perdido -porque ha querido- todas las oportunidades de hacerla por consenso, va a terminar por imponer vía decreto. Y ya he escuchado las primeras voces en el PP argumentando que la reforma laboral no puede suponer la merma de derechos adquiridos por los trabajadores, que no se si estoy escuchando a un líder del PP o a Cándido Méndez. Esa pérdida de derechos es inevitable, y lejos de oponerse a una rebaja de la indemnización por despido, que hoy actúa como un elemento estrangulador de nuestro mercado laboral, lo que debería estar haciendo el PP es echarle la culpa a quien la tiene de la necesidad de esa reforma, y quien la tiene no es otro que Rodríguez Zapatero.

Mal hará el PP si pretende seguir robándole al PSOE el discurso social, primero porque como muy bien ha defendido siempre ese partido el primer derecho de cualquier trabajador es tener trabajo, y es a eso a lo que hay que aplicarse aunque suponga que ahora hay que retocar las condiciones laborales para liberalizar y flexibilizar la contratación. Y segundo porque la mayoría de la opinión pública es consciente de que en la situación en la que estamos ese discurso es una falacia. La opinión pública ya ha interiorizado que los tiempos de vacas gordas se han acabado, y que vienen tiempos de vacas flacas, y que eso significa que el Estado no va a tener más remedio que adelgazar poniéndose a dieta -recortando gastos- y haciendo ejercicio -reformas estructurales-, y que eso va a mermar la dedicación que hasta ahora nos prestaba a los ciudadanos. Pretender decirle a esos ciudadanos lo contrario es engañarles, y la gente no está para engaños porque ya han tenido demasiados en poco tiempo, luego ir por ese camino solo puede traerle al PP disgustos. En estas circunstancias lo que agradece la gente es que los políticos les digan la verdad, y si no se puede decir porque a veces es posible que sea demasiado dura, al menos que no se les mienta. La mentira, y esa es la primera lección que ha debido aprender Rodríguez como escribí la semana pasada, es muy mala consejera, y si el PP no quiere que le vuelva a ocurrir lo que le ocurrió en 1996 es mejor que vaya con la verdad por delante, y que actúe en consecuencia.

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