jueves, 23 de diciembre de 2010

Lecciones de La Gran Depresión

LAS LECCIONES DE LA GRAN DEPRESIÓN .

“Yo pienso que podemos comprender esta recesión como parte de los intentos, al final de los 1920s, de reforzar el patrón oro y esto no era convergente con el equilibrio, de hecho sus oscilaciones fueron más que suficientes para causar la crisis monetaria en 1931” .

La confianza ciega que la sabiduría económica convencional históricamente ha depositado en la eficacia de los mercados competitivos, tanto para la asignación de recursos cuanto para la distribución de beneficios, quizá fue la primera víctima de la Gran Depresión, al menos entre los primeros años treinta y el final de la Segunda Guerra Mundial. El equilibrio con pleno empleo, supuestos interconectados de la teoría económica al uso, no daban cabida a las recesiones y, muchísimo menos, a las depresiones del sistema económico, sino en un espacio marginal, el del ciclo de los negocios, que no mantenía una relación perceptible con la marcha general de la economía. Se aceptaba, con resignación metafísica, la eventualidad de que una etapa de notable crecimiento fuese seguida por otra de crecimiento muy bajo e incluso negativo; aunque ambas circunstancias, en presencia de un sistema de precios y salarios flexibles, encontrarían el reestablecimiento de equilibrio y
pleno empleo, en un plazo razonablemente corto. En la analogía galbraithiana, “No puede haber remedio para la depresión si ésta se halla excluida por la teoría. Ningún médico, por más prestigio que tenga, puede tratar una enfermedad inexistente” . Así pues, la primera lección proporcionada por la Gran Depresión, consistió en admitir la necesidad de incorporar nuevas ideas al análisis de la economía política.

Al lado de la ineficacia de la teoría convencional para explicar el problema depresivo, aparece el de la superación. Si el mercado es incapaz de evitar la crisis, en el corto plazo al menos, también lo será para iniciar la recuperación. Las insuficiencias de la mano invisible, la del mercado, deberán ser corregidas por la muy visible mano del Estado, mediante una política monetaria expansiva, que afronte la fuerza y tamaño de los diversos motivos de preferencia por la liquidez y, en el caso extremo de la depresión, una política fiscal de crecimiento extraordinario del gasto público. La convención y la teoría que excluían la intervención económica gubernamental se vieron eclipsadas por los requerimientos que, prácticamente en todo el mundo, impuso la necesidad de superar a la Gran Depresión, con arreglo a una notable actividad económica de los Estados que, además de las acciones citadas en las política monetaria y fiscal, debían establecer estrictas regulaciones en contra de los abusos cobijados por el laissez faire.

Resulta muy difícil exagerar la relevancia de otra lección, la tercera, de la Gran Depresión, relativa a la necesidad de reformar la enorme inequidad que caracteriza al capitalismo. Esta reforma, aunque no de manera originaria en los Estados Unidos, estuvo representada por la figura política del Estado de Bienestar, puntualmente recogido en el célebre Plan Wisconsin y, en su reproducción ampliada, mediante el Nuevo Trato. Con apoyo en Vilfredo Pareto, la economía clásica no era partidaria de la distribución del ingreso y, de una u otra forma, las medidas de bienestar social siempre implican una redistribución, por lo que la oposición de los seguidores de la teoría de los mercados competitivos, ayer y hoy, ha sido más que activa en contra de tales medidas. Galbraith data y ubica al surgimiento del Estado de Bienestar, en el decenio de 1880 y en la Alemania del conde Otto von Bismarck (1815-1898): “Los economistas alemanes se ocupaban de la historia, y de sus obras no solían desprenderse graves advertencias con respecto a las intromisiones del gobierno. Conforme la tradición prusiana y alemana, el Estado era competente, benéfico y sumamente prestigioso. Lo que se consideraba como principal peligro de la época era la activa militancia de la clase obrera industrial en rápido crecimiento, con su ostensible proclividad a las ideas revolucionarias y, en particular, a las que provenían de su compatriota recientemente fallecido, Karl Marx. Proporcionando el más claro ejemplo de temor a la revolución como incentivo para la reforma, Bismarck urgió a que se mitigaran las más flagrantes crueldades del capitalismo. En 1884 y en 1887, después de apasionadas polémicas, el Reichstag adoptó un conjunto de leyes que otorgaban una protección elemental bajo la forma de seguros en previsión de accidentes, enfermedades, ancianidad e invalidez” .

Otro origen, proveniente de la concienzuda e informada agitación de hombres, mujeres y organizaciones preocupados por el destino de la sociedad, tuvo el Estado de Bienestar impulsado en Gran Bretaña 25 años después. El papel de Sidney y Beatrice Webb, H. G. Wells, George Bernard Shaw, la Sociedad Fabiana y los sindicatos obreros resultó fundamental en ese novedoso reformismo: “Bajo el patrocinio de Lloyd George, ministro de Hacienda de Gran Bretaña, se adoptaron en 1911 leyes mediante las cuales se implantaron los seguros oficiales de enfermedad e invalidez, y posteriormente de desempleo. Con anterioridad a esto ya se había promulgado una ley que establecía pensiones de ancianidad sin aportaciones de los particulares, pero no había previsto las contribuciones necesarias para su mantenimiento. El subsidio del desempleo británico vino a superar considerablemente las proporciones de su precursor alemán, que Lloyd George se había ocupado de estudiar personalmente; en realidad, sólo en 1927 llegó a existir en Alemania un seguro de desempleo propiamente dicho […] Literalmente hablando, el triunfo de Lloyd George en 1910 y 1911 abrió el camino para el cambio que sobrevendría en Estados Unidos cinco lustros más tarde. Gran Bretaña era la patria de la ortodoxia clásica, pero había llegado a aceptar, aunque fuera con renuencia, una transformación muy importante del sistema, o en términos más concretos, una atenuación realmente sustancial de sus rigores. Se trataba de un ejemplo que Estados Unidos bien podía emular” .

En el resurgimiento del conservadurismo económico, desde los años sesenta, la expansión monetaria, la política fiscal activa, especialmente el Estado de Bienestar, las regulaciones económicas gubernamentales, y el intervencionismo económico del Estado, se convirtieron en los blancos predilectos de los conservadores, apoyados en la interpretación monetarista del ciclo económico y, posteriormente, en los setenta, en la que propusieron sobre el novedoso fenómeno, bautizado por Paul Samuelson como estagflación; pero esa es una historia que analizaremos más adelante. Aquí, cabe mencionar que, en una proporción significativa, el éxito de los ataques conservadores a estas formas de activismo económico gubernamental, explica una gran parte de la crisis actual.

Un antecedente realmente atendible de la generalización del Estado de Bienestar en los Estados Unidos, está representado por el Plan Wisconsin que es el resultado de una heterodoxia comparable a la protagonizada por los economistas agrarios, sólo que desde la incipiente economía institucional: “… la Universidad de Wisconsin constituyó la fuente a la vez de las ideas y de la iniciativa práctica fundamentales en la legislación del estado de bienestar. John Robert Commons (1862-1945), catedrático de dicha universidad, es en Estados Unidos la figura equivalente a Bismarck o a Lloyd George. En su edad madura, Commons encarnaba el resultado brillante y extraordinariamente influyente de una educación caótica y de una carrera universitaria inicial desastrosa. Ésta le condujo a una sucesión de colegios universitarios y de universidades del Medio Oeste y del Este de Estados Unidos, a saber: Ohio, Wesleyan, Oberlin, Indiana y Syracuse. Todas estas instituciones, como ya había ocurrido con Veblen, prefirieron verlo ejercer la docencia en otra parte. Pero quizá lo más notable no es que fuera tan sistemáticamente despedido, sino que con igual regularidad llegara a ser nuevamente contratado, hasta llegar a Wisconsin. Los libros de Commons, entonces como ahora, no llegaron a contar con muchos lectores. Lo más que consiguió fue reunir en torno suyo a un brillante y devoto círculo de colegas y estudiantes que al no estar atados a los principios clásicos ortodoxos se pusieron en forma sumamente práctica a enderezar los evidentes entuertos sociales de la época. Sus instrumentos primordiales fueron el gobierno del estado de Wisconsin, con sede en Madison, capital oportunamente próxima a la universidad, y su familia gobernante, a saber, Robert La Follette y sus dos hijos.

El Plan Wisconsin, obra conjunta de economistas y políticos, estaba integrado por una ley de administración pública del Estado de características progresistas; una normatividad eficaz de las tarifas de los servicios públicos; una limitación de los intereses crediticios (si bien con un máximo todavía prohibitivo del 3.5 por ciento mensual, o sea, el 42 por ciento anual); una política de apoyo al movimiento sindical de los trabajadores; un impuesto estatal sobre la renta, y por último, en 1932, un sistema estatal de subsidio al desempleo. Esta última medida tuvo un efecto muy considerable en las actitudes económicas y políticas estadounidenses, y ningún otro factor contribuyó de forma tan directa a la adopción de la legislación federal en la materia tres años después. Y fueron los economistas del equipo de Commons y de la Universidad de Wisconsin, una vez más, quienes llevaron adelante la iniciativa en el ámbito federal. Edwin E. Witte (1887-1960), profesor de economía política en dicha universidad, y arquitecto del Plan Wisconsin, fue director ejecutivo del Comité de Seguridad Económica del gabinete que redactó la legislación federal. En estrecha cooperación con él, trabajó Arthur J. Altmeyer (1891-1972), quien también había colaborado en las reformas de Wisconsin. De modo que quien desee ir en peregrinación a las fuentes del estado de bienestar no puede omitir una reverente visita a Madison, Wisconsin” .

La cuarta lección, claramente ignorada en el origen de la crisis actual, es que una etapa de expansión económica, incluida la expansión del crédito, deberá hacerse acompañar de un crecimiento proporcional en la capacidad de pago de los deudores, a los efectos de evitar la decisiva presencia de la insolvencia y a los efectos, también de, en su caso, alcanzar una pronta recuperación de la recesión a través de la elevación de los niveles de consumo; ello exige, por supuesto, un cierto grado de intervención gubernamental reguladora.

La inequidad dominante en los años veinte, escoltó a un incremento notable de la producción, creando el ambiente más propicio para la aparición de una crisis: “En enero de 1920, la Reserva Federal estableció un ajuste estacional del índice de producción industrial, en una medida estándar de la actividad económica agregada de 81 (1935-1939=100). Cuando el índice encontró su punto de inflexión en julio de 1929, era de 114, con una tasa de crecimiento del 40.6 por ciento para todo el período [...] El desarrollo del crédito en el período tuvo un crecimiento sustancial para el mercado de bienes de consumo durables. La adquisición de automóviles, refrigeradores, radios y otros bienes durables experimentó un crecimiento explosivo durante la década de 1920, mediante la obtención de créditos fáciles” .

La expansión del crédito, antes y ahora, acompañada del estancamiento de los ingresos, antecede a la recesión. La pregunta pertinente es: ¿por qué, en la Gran Depresión y en el origen de la crisis actual, no se intentó la indispensable regulación? Carlota Pérez ofrece una respuesta del todo creíble: “La inexistencia de un marco regulatorio adecuado es la razón por la cual el capital financiero puede llegar a provocar una situación caótica. El marco regulatorio adecuado no se diseña y establece antes porque el capital financiero no permite que se le pongan cortapisas. Y después de que la recesión ha comenzado, los grupos políticos que tengan o se apropien de la oportunidad de representar los intereses colectivos de la sociedad, sean quienes sean, tendrán el poder de moldear profundamente el futuro” . Es lo que hizo Roosevelt en los años treinta del siglo XX; ¿lo hará Obama al finalizar la primera década del siglo XXI?
La historia de la regulación financiera, en el marco del Nuevo Trato, es la siguiente:
“Roosevelt, que sentía una aristocrática desconfianza de Wall Street y tenía un recuerdo wilsoniano de las maquinaciones del “trust del dinero”, estaba determinado a meter en cintura a los financieros. Una investigación de los bancos y las prácticas de seguros, llevada adelante por iniciativa del Congreso y dirigida por Ferdinand Pecora, que reveló condiciones llamadas “escandalosas”, y el desplome bancario de 1932-1933 pusieron en relieve la necesidad y aportaron la oportunidad para la reforma. La Ley Glass-Steagall, de junio de 1933, separaba los bancos comerciales de los de inversiones, limitaba severamente el uso de créditos bancarios con propósitos de especulación, y extendía el Sistema de Reserva Federal. Para impedir una recurrencia de la epidemia de quiebras de bancos, la ley estipulaba la creación de una Corporación de Seguros de Depósitos Federales para asegurar los depósitos bancarios hasta una suma fija. Roosevelt aceptó con reservas esta propuesta, y la Asociación de Banqueros la atacó como “viciada, anticientífica, injusta y peligrosa”, pero resultó uno de los medios más constructivos de la época del Nuevo Trato. Las quiebras de bancos, en promedio mil anuales en la década anterior, casi llegaron a desaparecer. Durante los “segundos cien días”, del verano de 1935, el Congreso puso el remate a la nueva estructura de regulación gubernamental de los bancos con la Ley Bancaria de 1935, que extendía las facultades de la reorganizada y recién bautizada Junta de Gobernadores del Sistema de Reserva Federal.

El Nuevo Trato también puso bajo control federal el tráfico con bonos y acciones. La Ley sobre la Verdad en los Valores, del 27 de mayo de 1933, estipulaba que las nuevas acciones debían registrarse ante una agencia gubernamental (más tarde Comisión de Valores y Cambio); que toda nueva oferta debía contener información completa para capacitar al potencial comprador a juzgar de su valor; los funcionarios de empresas podrían ser castigados según el derecho penal por cualquier engaño. Al año siguiente, se legisló para impedir las prácticas fraudulentas en la Bolsa de Valores. Una ley de junio de 1934 creó una Comisión de Valores y Cambios, e instituyó la regulación en las operaciones de la bolsa. Joseph P. Kennedy, financiero y especulador, fue nombrado presidente de la Comisión porque, según dijo Roosevelt, conocía los trucos del negocio.

Aun cuando el Nuevo Trato dejó intacto el sistema de control privado de los créditos e inversiones, sí alteró marcadamente la relación entre el gobierno y las finanzas. Ya en 1934 un escritor observó: “Las noticias financieras ya no se originan en Wall Street... El ritmo se determina ahora en Washington, no en los salones de juntas de las compañías, ni en las oficinas de préstamos.” La nueva legislación sobre valores y bancos, la reorientación de la Corporación de Reconstrucción de las Finanzas, bajo la presidencia del banquero de Houston, Jesse Jones, los aumentados poderes de Sistema de Reserva Federal, y el acelerado ritmo de gasto gubernamental dieron a Washington una posición significativamente nueva, como socio principal en la administración de las finanzas del país” .

La más relevante lección de la Gran Depresión, aunque fue la que hizo posible la recuperación, está representada por los preparativos, el estallido y la duración de la Segunda Guerra Mundial. De forma similar a las condiciones que vincularon al crac con la Gran Depresión, ésta desencadenó una serie de reacciones, destacadamente las diversas formas del nacionalismo económico, que –al lado de la inoperancia de la Sociedad de Naciones- crearon el escenario más propicio para la guerra. La mayor visibilidad de las propuestas keynesianas, convertidas en política económica, se alcanza en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial; en opinión de Paul Krugman, “La Gran Depresión concluyó gracias a un tipo de programa de obras públicas que incluso los conservadores están dispuestos a defender: una guerra” : De acuerdo con los apremios impuestos por el surgimiento y desarrollo de las hostilidades, el papel económico del Estado, incrementado en gigantescas proporciones, incluida la participación de los planificadores económicos, deja de ser motivo de discusión y es generalmente aceptado, más aún cuando sus efectos sobre el sistema económico son los de una expansión acelerada y sostenida, tanto en inversión, como en consumo y en empleo:

Existe, frente a la reinante percepción de la prosperidad que proporcionó la guerra, una nota discordante: “Los fundamentos de esta visión común son la reducción dramática del desempleo, el ascenso del gasto real en consumo, y el sostenido crecimiento del Producto Nacional Bruto en términos reales, durante los años de guerra. Pero una inspección cercana a esos fundamentos revela que no pueden arribar a la conclusión de la “prosperidad de la guerra”. Considérese, primero, la declinación sostenida del desempleo. El número de desempleados en los Estados Unidos disminuyó de 8.12 millones en 1940 a 5.56 en 1941, a 2.66 en 1942 y a 1.07 en 1943. Al mismo tiempo que el número de desempleados se redujo, el número de quienes servían en las fuerzas armadas creció sostenidamente, especialmente después de octubre de 1940. Como el número de trabajadores desempleados disminuyó 7.05 millones entre 1940 y 1943, el número de reclutados en los servicios militares ascendió a los 8.59 millones, y en 1945 fueron 12.12 millones en esos servicios. El enorme engrosamiento del personal militar –no la expansión de la actividad económica- sostenidamente redujo la tasa de desempleo” . Para este autor, la cantidad de soldados estadounidenses muertos (405 399) y seriamente heridos (670 846), más el crecimiento del consumo por efecto de la expansión del gasto público y el desarrollo preferente de la inversión pública sobre la privada, durante la guerra, constituyen muy discutibles signos de prosperidad.

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