jueves, 23 de diciembre de 2010

La Mala Gestión y Las Crisis

LA CRISIS DE HOY.

“El mundo no está gobernado desde lo alto de tal manera que los intereses privados y de la sociedad coincidan siempre. No está administrado aquí abajo de tal manera que coincidan prácticamente. No es una deducción correcta de los principios de la economía que el interés personal opera siempre para el interés público”.

John Maynard Keynes, The End of Laissez-Faire (1926)
La interpretación de las instituciones de Bretton Woods, como una extensión mundial del Nuevo Trato, aunque carezca de precisión exacta, no deja de ser una buena aproximación, especialmente por la intención globalizada de alcanzar el pleno empleo, que alimentaba los propósitos de Keynes y de White. El mecanismo para alcanzarlo, consistía en que los apremios externos, comerciales y financieros, no impidieran u obstaculizaran los esfuerzos nacionales por alcanzar esos niveles de ocupación. Pervertir los objetivos e instrumentos de tales instituciones, entonces, y convertirlas en instrumentos de una sola nación, se convirtió en otra forma, ahora mundial, de desarmar al Nuevo Trato:
“Los tres pilares del sistema de Bretton Woods fueron el establecimiento de tasas de cambio, la creación de instituciones monetarias mundiales que pudieran conceder créditos a los países que los necesitaran, y los límites a la movilidad de capitales. Los acuerdos definían el principio de la fijación de tasas de cambio entre monedas (con un pequeño margen de fluctuación), pero estaban permitidos los ajustes dentro de ciertos límites, luego de consulta y autorización del FMI. Éste podía intervenir para sostener momentáneamente a los países en dificultades con créditos otorgados en ciertas monedas, juzgadas “tan buenas como el oro”. El artículo 6-3 del acuerdo autorizaba las restricciones a la circulación internacional de capitales (el control de cambios), al menos en situaciones de crisis. La minuciosidad en la definición de las reglas y su constante ajuste expresaba la dificultad de separar los buenos de los malos movimientos de capitales, una distinción frecuentemente traducida, de manera más o menos apropiada, en referencia a los plazos de inversión: a largo plazo (los buenos movimientos) y a corto plazo (los malos). Estas ambigüedades expresaban un anhelo, más bien piadoso, de ver los capitales entrar y no huir en caso de crisis.

Hasta las primeras dificultades que anunciaron la crisis monetaria de finales de los años sesenta, los países europeos y Japón recurrieron a la doble posibilidad que se les ofreció: el reajuste de su tasa de cambio, emparejada a las limitaciones de la movilidad internacional de los capitales (las múltiples modalidades del control de cambios). Cuando se puede entrever la sobre valoración de una moneda debida a un diferencial de inflación (por el ahondamiento de los déficit exteriores y la reducción de las reservas en divisas), los capitales, presintiendo la inminencia de la devaluación, tendían a convertirse a otra moneda, liberados para efectuar en el plazo más breve posible el salto inverso, cuando el reajuste hubiese tenido lugar. Así, el ajuste de las tasas de cambio se acompañaba de un fortalecimiento del control de cambios seguido de un relajamiento del mismo, para evitar la especulación financiera.

La posición de Estados Unidos, potencia dominante indiscutida después de la segunda Guerra Mundial, fue, desde el principio del juego, singular. La cláusula que estipulaba que los créditos del FMI podían ser librados en una moneda tan buena como el oro confirió al dólar, la moneda del país dominante, un papel central, consagrándolo prácticamente como moneda internacional. Si el margen de maniobra de las finanzas estadounidenses parecía reducido, la hegemonía de Estados Unidos se había consolidado. Estados Unidos no utilizó la posibilidad de ajustar el curso de su moneda, sea porque no tuvo necesidad, sea porque esa práctica habría estado en flagrante contradicción con la situación del dólar (cuando un reajuste se hizo inevitable, en los años setenta, prefirió destruir el sistema). No recurrió a los controles sino ante la proximidad de la crisis mundial, cuando su preeminencia comercial fue gravemente afectada a fines de los años sesenta.

La renuencia del gobierno estadounidense a devaluar el dólar, sobrevaluado y cuyas enormes masas se habían acumulado en el extranjero, provocó la crisis del sistema monetario internacional entre 1971 y 1973, y el fin de la convertibilidad internacional del dólar con respecto al oro. El abandono de los cambios fijos y el pasaje a cambios flotantes fueron primero forzados y provisorios, luego establecidos en 1973. Era un primer paso hacia el nuevo orden monetario y financiero que debía ser seguido por otros, preparando la llegada del neoliberalismo. Las limitaciones en la circulación de los capitales se levantaron en Estados Unidos en 1974. Esta iniciativa fue seguida por Reino Unido en 1979, luego por el resto de Europa (Acte Unique de 1986, decisión de la Comisión y del Consejo de Ministros en 1988) y por los países de la OCDE (que en 1989 adoptaron, todos ellos, el Código de liberalización).

La destrucción del cuadro de Bretton Woods puede analizarse como un hundimiento comandado por Estados Unidos. El dólar se impuso como la moneda internacional, pese al desarrollo de los derechos de giro especiales (la moneda del FMI), el sistema no sobrevivió a la reducción de la supremacía estadounidense. Aquello que faltaba a la economía mundial era una verdadera institución monetaria internacional susceptible de crear y garantizar una moneda mundial, con autonomía suficiente del dólar, conforme al proyecto inicial (el bancor, de Keynes). La crisis monetaria mundial hubiera podido ser la ocasión para crear tal dispositivo, pero desembocó, a la inversa, en la instauración de reglas que consagraban, una vez más, la supremacía del dólar y los destinos del sector financiero manejado por las finanzas estadounidenses. No era la mundialización lo que había privado a la economía de su autonomía en materia de política económica, sino la trayectoria neoliberal de la mundialización” .

El término neoliberalismo no deja de entrañar ciertos problemas, a la luz de dos consideraciones: a los efectos de sugerir que existió un previo liberalismo, que tiende a confundir el proceso decantado por la Revolución francesa y su herencia humanista (Libertad, Igualdad y Fraternidad) con la herencia del pensamiento económico clásico, centralmente referida a la Libertad de Comercio. Y a los efectos, también y desde el punto de vista político e ideológico, de entronizar una nueva confusión, ya que en los Estados Unidos se entiende que el Liberalismo corresponde a las fuerzas progresistas del espectro político. El aprovechamiento de la crisis de los setenta en beneficio de las finanzas, para servir, primero, a sus intereses y para establecer, después, un orden alternativo mundial, describe el verdadero sentido del término.

Los éxitos alcanzados en el propósito de generalizar el (des) orden neoliberal en el mundo ha tenido (y sigue teniendo) un efecto devastador, especialmente por lo que hace a su intento de incidir en el curso de la historia en su propio interés:
“Significa, para las finanzas, crear los marcos institucionales de su poder, el de los propietarios sobre la tropa de administradores; es reforzar su alianza, su fusión, con las élites gestionarias; es romper las reglamentaciones que limitan los márgenes de maniobra del mundo de los negocios en materia de contratación y de despidos, de fusiones...; es privar de sus medios al Estado garante de las antiguas alianzas sociales; es colocar a los bancos centrales al servicio exclusivo de la estabilidad de los precios y de la protección del patrimonio del acreedor; es hacer de la jubilación y de la protección social un fructuoso campo de actividad en fondos de pensiones o sociedades aseguradoras privadas (sobre todo en el campo de la salud); es romper la solidaridad de los asalariados en beneficio de una pretendida asociación de éstos con la propiedad (el “todos capitalistas”); es crear un confortable colchón de desocupados y excluidos unidos por pasarelas sutiles; es controlar la dinámica del costo de la mano de obra. Algunas de esas conquistas de las finanzas a costa de los trabajadores son designadas ahora con la graciosa palabra “flexibilidad”: delgadez y aptitud para la adaptación” .

En todo el proceso, sin embargo, la incertidumbre continuó haciendo acto de presencia e incluso, en los momentos de mayor inestabilidad, se vio acrecentada debilitando la convención, relativa a la continuidad del presente estado de las cosas:
“En tiempos anormales, particularmente cuando la hipótesis de una continuación indefinida del estado actual de los negocios es menos probable que de ordinario, aun cuando no existan motivos expresos para anticipar un cambio definido, el mercado estará sujeto a oleadas de sentimientos optimistas o pesimistas, que son irrazonables y sin embargo legítimos, en cierto sentido, cuando no hay bases sólidas para un cálculo razonable” .

Bajo ese influjo, el de los sentimientos irrazonables, se fabricaron los venenosos embutidos, en palabras de Robert Skidelsky, que consistieron en el corte, empaquetamiento en diferentes activos, venta y distribución global de las hipotecas basura. Este proceso no es tan reciente; en opinión de Skidelsky, después del año 2000, fue el resultado de tres decisiones de política desregulatoria: La derogación de la Ley Glass-Steagall de 1933, durante 1999; la decisión de la administración Clinton de no regular el intercambio de créditos incobrables, y la decisión de 2004, por parte de La Comisión Estadounidense de Cambios y Garantías, de permitir a los bancos aumentar la proporción de su apalancamiento –la proporción del valor total de pasivos- de 10 : 1 a 30 : 1.
La última de estas decisiones se tomó en momentos en los que, como respuesta a los efectos de la burbuja tecnológica (2000) y a los que produciría el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, el Sistema de la Reserva Federal bajó el tipo de interés de los fondos gubernamentales al 1 %; esta decisión incentivó el desarrollo de una gran burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos que, de manera inmediata, repercutió por todo el mundo, en virtud de la distribución global de valores hipotecarios estadounidenses:
“Había una tendencia general –una relajación cada vez mayor de los criterios mínimos para prestar y una expansión de las proporciones de préstamos a proporción del valor hipotecado- que se vio agudizada por la idea equivocada general de que el valor de las garantías no se veía afectado por el deseo de prestar. Ése es el error que más comúnmente ha inflado a las burbujas en el pasado, especialmente en lo que respecta a la propiedad inmobiliaria. Lo sorprendente es que todavía no hayamos aprendido la lección. Los norteamericanos han añadido más préstamos hipotecarios en los últimos seis años que en toda la actividad anterior del mercado hipotecario. La burbuja comenzó lentamente, se mantuvo varios años y no invirtió su tendencia cuando las tasas de interés comenzaron a crecer. Se mantenía gracias a una demanda especulativa, ayudada e instigada por prácticas de préstamo cada vez más agresivas y formas cada vez más sofisticadas de securización de hipotecas. Finalmente, en la primavera de 2007, el momento de la verdad llegó cuando el problema de las subprime llevó a la bancarrota a New Century Financial Corporation, a lo que siguió un periodo de decadencia en que el precio de las casas caía pero la gente no se daba cuenta de que el juego había llegado a su fin. Cuando se llegó al punto de inflexión, en agosto de 2007, hubo una aceleración hacia abajo, catastrófica, que se vio agravada por un contagio que se propagó de un segmento del mercado al otro. Parecía como la apisonadora que asolara un país tras otro en la crisis de los mercados emergentes de 1997” .

El conflicto entre reguladores y promotores de la especulación no ofrece, no puede ofrecer, un panorama completo de los momentos críticos, toda vez que la participación de colectividades abandonadas a las actividades especulativas históricamente ha sido fundamental en el surgimiento, duración y profundidad de las crisis; aunque muy difícilmente en su superación. Keynes lo expresó claramente: “Una valoración convencional que se establece como resultado de la psicología de masa de un gran número de individuos ignorantes está sujeta a modificaciones violentas debidas a un cambio violento en la opinión como consecuencia de factores que en realidad no significan gran cosa para el rendimiento probable, ya que no habrá motivos de convicción fuertemente arraigados para mantenerla con firmeza” .

¿Qué comportamiento colectivo facilitó el abandono a las orgías especulativas? El tema, fundamental en el análisis de las crisis, no es nuevo en absoluto. Ya desde 1841, Charles Mackay reclamaba la falta de previsión respecto al frenesí avaricioso de naciones completas, en los casos de El proyecto Misisipí (sic), La burbuja de la South Sea Company y La tulipomanía o manía de los tulipanes. Muchos años después, John K. Galbraith volvió sobre el tema y, a partir de los casos analizados por Mackay, lo amplió hasta la revisión de la conducta colectiva durante crisis más recientes. Robert Shiller, en los años recientes, ha intentado explicar, primero en lo individual, la vertiente psicológica de las crisis , y en este mismo 2009 y al lado de George A. Akerlof, ofrece una espléndida actualización del tema.

La recurrencia de conductas económicas irracionales, sólo parcialmente se explica en los engaños y propaganda de los instrumentos con los que se originan e inflan las burbujas. Parece existir, en la condición humana, un invencible apetito de enriquecimiento veloz, cómodo y sencillo, en cuya búsqueda toda la experiencia acumulada recurrentemente se vuelve prescindible. Veamos, en dos ejemplos, cómo describe Mackay ese abandono; primero, entre 1719 y 1720, en el caso de lo que él denominó El proyecto de la Compañía del Misisipí:
“Tanto las clases altas como las bajas tenían una perspectiva única de riqueza sin límites. No había nadie de renombre entre la aristocracia, con las excepciones del duque de Saint-Simon y el mariscal Villars, que no estuviera metido en el negocio de compraventa de acciones. Gente de toda edad, sexo y clase social especulaba con las subidas y bajadas de los títulos del Misisipí. La Rue de Quincampoix era el punto de encuentro principal de los corredores y, como era una calle estrecha e incómoda, continuamente ocurrían accidentes en ella a causa de la tremenda presión de la multitud. Sus casas, cuyo alquiler solía costar mil libras al año en épocas normales, reportaban ahora unos ingresos de doce a dieciséis mil libras. Un zapatero remendón, que tenía allí un puesto, ganaba unas doscientas libras diarias alquilándolo y suministrando material de escritorio a los corredores y sus clientes. La historia asegura que un jorobado ganaba sumas considerables en la calle ¡alquilando su joroba como escritorio para especuladores impacientes! La gran afluencia de personas que se reunían allí para hacer negocios atrajo una afluencia aún mayor de espectadores. Y éstos, a su vez, atrajeron al lugar a todos los ladrones y gentes de mal vivir de París, de modo que continuamente se producían alborotos y peleas. Al anochecer solía ser necesario enviar una patrulla de soldados para despejar la calle” .

En Gran Bretaña, a partir de 1720 y en el caso de la South Sea Company, las cosas no eran muy distintas:
“Parecía entonces que todo el mundo se había convertido en corredor de Bolsa. Exchange Alley se encontraba todos los días bloqueado por la multitud y no se podía transitar por Cornhill a causa del gran número de carruajes. Todos iban allí a comprar acciones. <>, en palabras de una balada publicada en la época y cantada por las calles (“Una balada del Mar del Sur”):
Entonces aparecieron estrellas y ligas
Entre la chusma más vil
Comprar y vender, ver y escuchar
Los judíos y gentiles se pelean
Las damas más importantes allá iban
Y viajaban en carrozas cada día
O empeñaban sus joyas por una cantidad
Para jugar en la Bolsa.

La insaciable sed de ganancias que afligía a todas las capas de la sociedad no podía ser saciada ni siquiera por los Mares del Sur” .

Shiller ofrece una explicación de la metamorfosis de conductas racionales, especial aunque no exclusivamente en materia económica, en sus opuestas. Este autor se dedica a examinar diversas explicaciones de la conducta humana subordinada a ciertas externalidades por las que, prescindiendo de su libre albedrío, incurre en comportamientos irracionales. La propuesta de presión de grupo, apoyada en el experimento de Solomon Asch –donde un grupo de siete a nueve personas, en el que todas menos una se habían entrenado previamente para ofrecer las mismas siete respuestas equivocadas a doce preguntas, obligando a que el no coludido las escuchara antes de formular las suyas; en uno de tres casos, el sujeto de experimentación cedía y daba las mismas respuestas equivocadas del grupo cómplice-; la del complemento a ésta, ofrecida por Deutsch y Gerard –para quienes el sujeto de Asch reaccionó a la información que indicaba que un grupo numeroso de gente había llegado a una conclusión distinta a la suya y que, por su tamaño y unanimidad, no podía estar equivocado-; la de Stanley y Milgram –en la que el sujeto adopta la conducta del rebaño por el poder de la autoridad (experto) que envía órdenes cuyo cumplimiento es más conveniente que no hacer nada o hacer otra cosa- y que sugiere que la humanidad ha aprendido a confiar en la autoridad que considera legítima: “Si tenemos en cuenta los comportamientos observados por Milgram y Asch, no habrá de sorprendernos que tantas personas acepten la autoridad de otras respecto a la valoración del mercado, entre otras cosas. Es probable que, en esta área, la mayoría de la gente confíe menos en su propia opinión de lo que los sujetos de experimentación confiaban en las pruebas que tenían ante los ojos: la longitud de una línea trazada sobre una tarjeta o el dolor experimentado por una persona sentada junto a ellos” .

En la conducta colectiva, las cascadas de información juegan un papel fundamental. El ejemplo clásico de la formación de tales cascadas es el relativo a la elección de un restaurante entre dos disponibles, en la misma calle. Sólo el primer cliente enfrentará intuitivamente y en soledad la necesidad de elegir entre ambos que están vacíos; a partir de él, que involuntariamente se convierte en referente, el resto de clientes preferirán ingresar al establecimiento que tenga algún o algunos comensales, sin evidencia disponible de la calidad que ambos ofrecen (se podría estar eligiendo, a partir de esta “información”, al peor de los dos sin que los clientes lo supieran). El método, extraordinariamente elemental y recurrente, consiste simplemente en seguir a otros.

Para el caso de los mercados financieros, el camino preferente por el que se sigue a otros es el más antiguo y simple de la interacción humana: la comunicación boca a boca. Veamos los ejemplos propuestos por Shiller:
“En un estudio realizado en 1986, John Pound y yo intentamos averiguar qué era lo que primero atraía a los inversores particulares. Enviamos por correo un cuestionario a un grupo escogido al azar y pedimos que recordaran a qué empresa pertenecían las últimas acciones que habían adquirido. Luego preguntamos: “¿Qué fue lo primero que le llamó la atención de esta compañía?”. Sólo el 6 % de los individuos consultados mencionó revistas o diarios. La mayoría de las respuestas citaron fuentes que necesariamente implicaron comunicación interpersonal directa. Aunque la gente lea mucho, la comunicación interpersonal ejerce mayor influencia sobre su atención y sus actos.

En lo que respecta a las inversiones, el poder de la comunicación interpersonal boca a boca ha quedado demostrado por el trabajo de las unidades de vigilancia de mercados en las Bolsas y dentro de la Comisión de Bolsas de valores. La misión de estas unidades de vigilancia es detectar transacciones internas, y para ello rastrean todas las comunicaciones ocurridas entre inversores particulares. Por ejemplo, los resultados revelaron cómo se inició una serie de comunicaciones boca a boca en mayo de 1995, cuando una secretaria de IBM recibió la orden de fotocopiar documentos que contenían referencias a la ultrasecreta adquisición de Lotus Development Corporation por parte de esa empresa, transacción que debía ser anunciada el 5 de junio de ese mimo año. La mujer solo se lo comentó a su marido, un televendedor. El 2 de junio él se lo dijo a otra persona –un compañero de trabajo que compró acciones dieciocho minutos después de haberse enterado- y luego a un amigo –un técnico de ordenadores que inició una serie de llamadas telefónicas-. Cuando finamente se realizó el anuncio el 5 de junio, veinticinco personas vinculadas a esta célula de comunicación boca a boca habían invertido medio millón de dólares en acciones. Entre ellos había un cocinero, un ingeniero electrónico, un ejecutivo bancario, un distribuidor mayorista de productos lácteos, una ex docente, una ginecóloga, una abogada y cuatro corredores de Bolsa. Queda demostrado que la comunicación boca a boca puede funcionar a gran velocidad y entre grupos sociales dispares” .

El tema de la metamorfosis de comportamientos colectivos racionales en sus opuestos tiene relevancia por el papel de variables explicativas de las inestabilidades, no siempre visibles, que subyacen en el capitalismo. Su examen es necesario, no sólo en atención a sus más extravagantes expresiones –como la disposición a embaucarse, durante el siglo XVIII en Inglaterra, en la creación de Una compañía para llevar a cabo una actividad muy provechosa, pero que nadie debe saber en qué consiste -, sino por constituir una causa principal de las fluctuaciones del sistema económico. A estos excesos, presentes en la naturaleza humana- los gobiernan espíritus animales (motivos no económicos y conductas irracionales) que transitan de estados de ánimo irresponsablemente optimistas a verdaderas oleadas de pesimismo y… pánico.

En la Teoría general… Keynes descubrió la presencia de los espíritus animales y, lo que quizá sea más importante, la forma de contrarrestarlos con la intervención del gobierno. Las diversas reacciones conservadoras que cuestionaron (y cuestionan) el legado de Keynes, más las elaboraciones de quienes pretendieron acercarle a la teoría estándar, exorcizaron, casi por decreto, a tales espíritus y, desde hace más de treinta años, con el thatcherismo del Reino Unido y el reaganismo estadounidense, reivindicaron el credo en el mercado, originando los problemas que hoy agobian al capitalismo.

Un elemento fundamental en el inicio de las burbujas especulativas, en la fase A, expansiva, del ciclo económico es el de la confianza, como expresión de los espíritus animales, con arreglo a la interpretación que, de ella, hace Roland Benabou, en su Groupthink: Collective:
“El concepto de confianza corresponde a un estado psicológico de la gente en que ésta no utiliza lo suficiente la información disponible. Es demasiado confiada y su estado de ánimo la impulsa a invertir en exceso” .

Como puede apreciarse, la confianza deviene fe, término que sobrepasa lo racional y que, por ello, corresponde a una forma optimista de espíritu animal. La importancia de esta cuestión a la hora de adoptar decisiones de inversión difícilmente puede exagerarse: “La mayoría de las decisiones que tomamos, y sobre todo algunas de las más importantes de nuestra vida, las tomamos porque <>” .

La confianza irracional tiende a encontrar, en el llamado lado oscuro de los espíritus animales, un complemento retroalimentador, montado en la corrupción y la mala fe, que opera como una suerte de efecto multiplicador de la confianza y que no estuvo previsto ni por Keynes ni por el resto del Grupo de Bloomsbury, al menos durante sus años de acercamiento a George Moore:
“No me ocupo, sin embargo, del hecho de que ese aspecto de nuestro código (el inmoralismo) fuera escandaloso. No lo hubiera sido menos si hubiéramos tenido absoluta razón. Lo que más importa es que, según pienso ahora, se apoyaba en la endeble base de una visión a priori, desastrosamente equivocada, de lo que es y parece ser la naturaleza humana, tanto la nuestra como la de otros […] repudiábamos todas las versiones del pecado original, de la presencia en la mayor parte de los seres humanos de veneros morbosos e irracionales de maldad” .

Un claro ejemplo de este complemento perverso, está contenido en las ocupaciones de Charles Ponzi, el más célebre impulsor de los fraudes piramidales, durante los años veinte del siglo pasado:
“El fraude de Ponzi incita a los primeros inversores –a los que supuestamente ha hecho ganar enormes sumas de dinero- a comentar sus éxitos financieros a otra ronda de inversores, quienes a su vez invierten en el fraude y posibilitan que el estafador pueda pagarle a la primera ronda de inversores, cuyos triunfos atraen cada vez más inversores, y así sucesivamente. Tarde o temprano, el fraude debe llegar a su fin porque la oferta de inversores no es inagotable, y el estafador lo sabe. Lo mejor que podría pasarle es desaparecer de la escena sin haberle pagado a la última y más grande ronda de inversores, y luego escapar de la mano de la ley” .

Con los ingredientes dispuestos, víctimas, victimarios y tolerancia gubernamental, es necesario recorrer la historia de la crisis en curso, destacando las más relevantes variables explicativas del actual estado de cosas:
“Desde finales de la década de 1990 hasta el año 2006, los precios de la vivienda en Estados Unidos se dispararon, sobre todo en mercados como Boston, Las Vegas, Los Angeles, Miami y Washington D. C. Esta burbuja inmobiliaria se ha asociado al incremento masivo de los préstamos para hipotecas subprime, que en el mercado hipotecario pasó de un simple 5 % a un 20 %, aproximadamente, con un total de 625 mil millones de dólares.

Los préstamos para hipotecas subprime se convirtieron en una nueva gran industria cuya regulación no era la adecuada. Reemplazaron a los programas gubernamentales que concedían créditos a prestatarios con rentas bajas bajo auspicios de la Administración Federal para la Vivienda y la Administración de Veteranos. Bajo la influencia de la era Reagan, con su fe en soluciones procedentes de mercados privados, se dejó que decayeran los programas del gobierno, que se habían regulado a conciencia para que beneficiaran a los propietarios de las viviendas, mientras se estimulaba el florecimiento de empresas privadas que ofrecían servicios similares (pero con tipos de interés elevados o que iban a sufrir un incremento en fecha posterior).

Por desgracia, muchos prestamistas de hipotecas subprime concedieron hipotecas que no eran adecuadas para sus prestatarios. Anunciaron a bombo y platillo unos pagos iniciales reducidos que a menudo encubrían unos tipos de interés mucho más elevados que se aplicarían más adelante. Los prestamistas tuvieron mucho éxito concediendo este tipo de créditos a personas vulnerables, de poca formación y mal informadas. Aunque este comportamiento quizá no sea ilegal, creemos que los casos más destacados merecen la calificación de corruptos.

En general, estos fabricantes de hipotecas no creían en sus propios productos y deseaban deshacerse de ellos cuanto antes. Esto fue posible, a su vez, gracias a los cambios radicales que se estaban produciendo en los métodos con que se concedían y financiaban las hipotecas. Antes, las entidades que concedían hipotecas, como las Sociedades de Ahorro y Préstamos, eran las mismas que las financiaban. Pero el mercado había experimentado un cambio y entonces, las entidades (corredores hipotecarios, bancos u otras instituciones de ahorro) que ofrecían hipotecas pocas veces las mantenían en cartera si no que las vendían. En realidad, solían reagrupar en paquetes las operaciones que contrataban mediante una gran variedad de modalidades. En esta reagrupación en paquetes, los diferentes tramos de las hipotecas se solían agrupar y se vendían en fracciones muy variadas. Igual que los tenderos espabilados habían descubierto que podían hacer un buen negocio vendiendo un pollo a trozos, los mercados financieros se habían dado cuenta de que era posible vender las hipotecas por partes. Los tenedores finales de estas hipotecas están muy distanciados de quienes las conceden y suelen sentir escaso interés por comprobar las calificaciones de las hipotecas individuales de sus carteras. Además, comparten las pérdidas y ganancias con un número elevado de compradores.

Ahora bien, si las hipotecas –o las porciones que corresponden a las de riesgo más elevado- conllevan que éste sea muy elevado, es natural plantearse la cuestión siguiente: ¿quién va a comprarlas? Pues resultó que, una vez que las hipotecas se habían reunido en paquetes, se produjo un milagro financiero. Se enviaron a agencias de clasificación para su aprobación. Los paquetes de hipotecas subprime recibían clasificaciones muy altas (80 % AAA y 95 % A o superior). En realidad, estas clasificaciones eran tan elevadas que tenían que comprarlas compañías tenedoras de bancos, fondos de mercado monetario, compañías de seguros y a veces incluso bancos depositarios, que nunca se hubieran dignado a aceptar individualmente ninguna de ellas.

Según Charles Calomiris, dos pizcas de magia permitieron que las agencias de clasificación pudieran realizar este truco de sombrero. Otorgaban a las garantías un índice muy bajo de pérdidas esperables por impago, un 6 %. Esta posibilidad de impago se basaba en datos muy recientes procedentes de un período en el que el precio de la vivienda había aumentado con rapidez. Incluso así, las estimaciones de las pérdidas esperables en caso de impago eran escasas, entre un 10 y un 20 %.

Los que compraron estos paquetes basura de elevada clasificación no tenían ningunas ganas de examinarlas a fondo, ya que lo que deseaban era obtener los máximos beneficios de la compra de hipotecas subprime que añadirlas a sus beneficios actuales. Se necesitan estudios considerablemente sofisticados para cuestionar una clasificación AAA. Por descontado, los que habían reunido la basura deseaban obtener sus emolumentos y nadie deseaba la responsabilidad de levantar la perdiz. Si un calificador de valores facilitaba calificaciones poco favorables, los empaquetadores de hipotecas se irían tranquilamente a otra parte. Existía, además, un equilibrio económico que abarcaba toda la cadena de operaciones, desde los compradores de propiedades hasta los otorgantes de préstamos hipotecarios, los garantes de las mismas, las agencias de clasificación y, finalmente, los compradores de títulos amparados por hipotecas. Todos tenían una motivación. Pero los que se hallaban al inicio de la cadena, los que había firmado hipotecas de viviendas que no se podían permitir y los titulares finales de la deuda estaban comprando un versión moderna de ungüento de la serpiente” .

La crisis en curso es, como se ha visto, el estallido de una burbuja especulativa en el manejo desaseado de hipotecas de alto riesgo; esta burbuja recibió la fuerza de su expansión prácticamente en el momento en que otra burbuja especulativa, en ese caso bursátil, se desinflaba. Desde la perspectiva de la economía conductual, así fueron las cosas:
“La historia comienza prácticamente en 2000 y 2001. En 2000 se produjo una gran caída del mercado bursátil mientras la economía retrocedía a causa de la exuberancia irracional de los años puntocom. En índice de crecimiento real del PIB experimentó una desaceleración de un 4 % en 1999 y la primera mitad del 2000, a solo un 0.8 % durante la primera mitad de 2001. La administración Bush utilizó el bajón para realizar recortes fiscales masivos y permanentes. El primero y el mayor se aplicó en forma de ley en junio de 2001. La Reserva Federal también actuó. La tasa de los tipos de interés, que había sido del 6 % durante la última mitad de 2000, en noviembre de 2002 había disminuido al 0. 75 %. Existen muchos motivos para creer que ambas medidas fueron efectivas, ya que la economía se recuperó. Al parecer, la reducción de los tipos de interés tuvo el efecto previsto. El anterior boom había sido inestable en cuanto a gastos en equipamientos de capital. La inversión en equipamiento y software había sido especialmente elevada justo antes del pánico Y2K (efecto 2000). En este nuevo boom, el estímulo procedía de la vivienda. En solo cuatro años, entre 2001 y 2005, el gasto inmobiliario aumentó un 33.1 %, mientras que el crecimiento del PIB fue solo de 11.2 %.

Pero entonces, como ya hemos indicado, comenzaron a suceder cosas extrañas. Se trata de situaciones que suelen ocurrir durante los booms mientras predomina el exceso de confianza. La gente comienza a comprar viviendas como si fuera su última oportunidad en la vida (porque creen que los precios continuarán subiendo por encima de sus posibilidades), y los especuladores empiezan a efectuar inversiones en el sector inmobiliario, como si todo el mundo fuera a pensar que debería comprar ahora, prácticamente a cualquier precio, porque más adelante no podrá permitírselo. Los precios de la vivienda aumentaron casi dos terceras partes durante el corto intervalo comprendido entre el primer trimestre de 2000 y el cuarto trimestre de 2006. En Los Angeles, Miami, San Francisco y algunas otras zonas, aumentaron bastante más. De la noche a la mañana, grandes zonas agrícolas se convirtieron en zonas de construcción de nuevas casas. La fiebre de la especulación inmobiliaria hacía acto de presencia.

Y lo que resulta más sorprendente es que no fueron únicamente los compradores de viviendas a quienes alcanzó la fiebre. Los mercados financieros, supuestamente muy prudentes, colaboraron y secundaron el proceso. Por descontado, los agentes inmobiliarios y los corredores de hipotecas no tenían ningún motivo para detenerla fiebre, ya que los honorarios que estaban obteniendo de las transacciones, con una actividad tan dinámica, eran enormes. Y lo que es más sorprendente aún, los que estaban al otro lado del libro contable se quedaron con las hipotecas y proporcionaron a los compradores de casas los fondos masivos que necesitaban para sus imprudentes especulaciones.

Los motivos de que los compradores adquirieran estas hipotecas son muchos y sencillos. Por una parte, los compradores habituales de hipotecas, varios tipos diferentes de bancos, se habían dado cuenta de que podían obtener enormes beneficios de las comisiones por tramitación de solicitud de los créditos, pero sin que tuvieran que reflejar las hipotecas en sus libros contables. Como ya hemos visto, podían repartirlas, el equivalente hipotecario de vender un pollo a trozos. Los compradores de estas hipotecas no sabían lo que estaban comprando porque no se quedaban con las hipotecas, sino con partes en forma de grandes paquetes, con lo cual resultaba muy difícil o prácticamente imposible conocer las hipotecas correspondientes. Además, las hipotecas titulizadas habían sido clasificadas por diferentes empresas de clasificación. Éstas basaban sus estimaciones en la probabilidad de incumplimiento de tales hipotecas, en las tendencias recientes de los precios de la vivienda, que siempre habían subido. Por lo tanto, en este caso parecían existir pocos motivos para temer incumplimientos. Además, en el caso de que una agencia de clasificación hubiera creído que lo opuesto era cierto, que las clasificaciones podrían incluir la posibilidad de que los precios de la vivienda bajaran, cualquiera que eventualmente levantara la perdiz se haría inmensamente antipático por haber puesto en entredicho a todo un repertorio de recaudadores de tasas que se estaban haciendo muy ricos a toda velocidad” . Pese a todo el optimismo reinante, y en contra de las previsiones, los precios de las viviendas bajaron (ver figura 2).

En todo el proceso, la abultada presencia de los espíritus animales imposibilita que la teoría económica convencional tenga alguna eficacia explicativa, por cuanto considera que todos los motivos de participación de los agentes son económicos y todas sus conductas, racionales.

Cuando los supuestos de la teoría útil son, como deben ser, realistas, es posible encontrar, en todo evento de toma de decisiones de los agentes económicos, conductas racionales e irracionales y motivaciones económicas y no económicas. Esta carga de realismo en los supuestos puede ilustrarse de forma tal que las conductas racionales y los motivos económicos expliquen tan sólo una pequeña proporción del amplio espectro de conductas y motivos del accionar de los agentes:

Por teoría alternativa debe entenderse aquella que, como la keynesiana, sea positiva, con supuestos realistas que informan cómo son las cosas (y no cómo deberían ser, que es el caso de las teorías normativas, como la estándar) y que, también satisfaga la condición de comprender los motivos no económicos y las conductas no racionales con los que, en realidad, se comportan los agentes.

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