Un país sin alma
Rafael Padilla | Actualizado 17.10.2010 - 01:00
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Aveces, navegando por la blogosfera, se topa uno con textos que le hacen detenerse y, porque conciernen a aquello que considera propio, reflexionar sobre lo cabal de cuanto afirman. Es el caso de una entrada reciente que, bajo el título Un país sin alma: cómo los nórdicos ven a España, recoge una presunta conversación entre Dashiell, su autor, un español que se autodefine como expatriado en aquellas latitudes, e Hilkka, una finlandesa que expone su particular visión de nuestra realidad.
Hay, entre sus críticas, algunas verdaderamente pintorescas: que las jornadas de trabajo en España resulten demasiado largas, que las casas no estén preparadas para el frío o que nuestras mujeres sean peludas, no dejan de ser generalizaciones sin fundamento que revelan, sobre todo, tópicos seculares, hoy sin duda falsos. Otras, sin embargo, descubren deficiencias importantes, con frecuencia ocultadas por nuestros engañadores oficiales: crece la incultura, avanza la ignorancia, nuestros jóvenes no saben casi nada de casi todo y, lo que es peor, hasta se sienten ufanos de ese progresivo desinterés, para ellos moderno y plausible. La tragedia del sistema educativo español no pasa inadvertida en el exterior, ni tampoco sus consecuencias lamentables.
Incluye, desde luego, elogios: somos agradables y amistosos; contamos con mejores infraestructuras y más orden que otros países como Italia o Grecia; nuestro nivel de bienestar es parejo al de la mayoría de los vecinos europeos.
Se sorprende Hilkka, especialmente, de nuestro peculiar nacionalismo. "Los españoles en el fondo -señala- tratan de conciliar dos actitudes opuestas: la de avergonzarse de su país y la de creer que su nación es la mejor del mundo". No seré yo quien lo desmienta. Es un fenómeno apreciable en cualquier rincón de esta tierra nuestra proverbialmente maníaco-depresiva. Nos aterra la normalidad. Pasamos del cero al infinito sin pausa ni pudor. Y contra la evidencia de los hechos -este es un país como cualquier otro, con sus virtudes y sus defectos- nos encanta proclamarnos (da igual para lo óptimo que para lo pésimo) imbatiblemente diferentes.
Según la finlandesa, intento fallido. "España -concluye- es un país sin alma". No es different. Sus supuestos valores identitarios y culturales, los que siempre se han vendido (toros, flamenco, sangría siesta), sentencia defraudada, "no existen". Gracias a Dios, añado yo. Su decepción me reconforta. Ya es hora de que nos desembaracemos de esa imagen de pandereta, unívoca y falaz, que tan bien luce en los catálogos y tanto daño nos hace. Éste es, como todos, un pueblo lleno de matices, un universo en el que conviven, o lo intentan, múltiples formas de ver y de vivir la vida. Sin el alma simplona y de plástico que Hilkka añora. Pero con otra, tan laberíntica, variada, contradictoria y compleja como orgullosa y apasionantemente nuestra.
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