domingo, 4 de julio de 2010

Oda a Cataluña

Imposible bucear en la historia del nacionalismo catalán sin tropezar de inmediato en con la famosa Oda a Espanya de Joan Maragall, quizá el poema que con mayor desgarro describe el drama que para la España de finales del XIX supuso la derrota ante los Estados Unidos de América y la pérdida de Cuba. El desastre de Santiago vino a poner en evidencia no solo la inferioridad militar del paquidérmico, viejo y mal pertrechado ejército colonial español, sino la situación de atraso secular de un país que parecía reñido con la modernidad y el desarrollo. “Escucha, España, la voz de un hijo que te habla en lengua no castellana; hablo en la lengua que me ha legado mi tierra áspera; en esta lengua pocos te hablaron; en la otra, demasiado”. Del profundo sentimiento de frustración que significó la “crisis del 98” surgió con fuerza el brote de un catalanismo que, en una doble vertiente, reclamaba la modernización de España en línea con los valores de la Europa mercantil e industrial de la época, por un lado, y el reconocimiento político de la pluralidad del Estado español, por otro, lo que implicaba la aceptación del hecho diferencial catalán frente a la uniformidad impuesta por Castilla.

Tras las dos dictaduras que España conoció en el siglo XX, el desarrollismo franquista de los sesenta sentó las bases para la modernización del Estado y el arraigo de la democracia. A la muerte del dictador, el nacionalismo catalán de derechas, mayoritario, participó en condiciones de igualdad con el resto de fuerzas políticas, fundamentalmente el Partido Socialista y la UCD heredera del franquismo, en el diseño político de la España Constitucional, árbol del que nacería en 1979 un Estatuto para Cataluña que otorgaba a los catalanes un grado de autogobierno superior al de la mayoría de regiones autónomas europeas. De alguna manera, la España democrática ha sido capaz, casi 100 años después del desastre cubano (“Yo vi barcos zarpar repletos de hijos que a la muerte entregabas: sonriendo iban hacia el azar, y tú cantabas junto a la mar como una loca. ¿Dónde tus barcos? ¿Dónde tus hijos? Pregúntalo al Poniente, a la ola brava: perdiste todo, a nadie tienes. ¡España, España, vuelve en ti, rompe el llanto de madre!”), de hacer realidad las transformaciones que el catalanismo proponía para el país tras la pérdida de las colonias, proceso al que ha contribuido decisivamente CiU con su papel de bisagra tanto con los Gobiernos de Felipe González como de José María Aznar.

España es hoy un país moderno en lo económico, con una amplísima base de clases medias que no existían hace tan solo 50 años, mientras que en lo político es uno de los más descentralizados del viejo continente. La constatación de ambas realidades podría hacer pensar a un observador recién llegado que las aspiraciones más queridas del catalanismo –riqueza y reconocimiento del hecho diferencial sobre la base de un territorio y una lengua propias- se han alcanzado ya, de modo que Cataluña y España tendrían que vivir ya instaladas en la normalidad de un postnacionalismo en el que los partidos catalanes tendrían que ser de derechas, de izquierdas o mediopensionistas a palo seco, como en todas partes. Nada más lejos de la realidad. Una parte de aquel catalanismo que perseguía la regeneración moral y material de España vive instalado desde hace tiempo en una deriva independentista que mezcla lo sentimental y lo político con una actitud victimista de permanente agravio frente a “Madrid”, inextricable mejunje que provoca la irritación de aquellos españoles que siguen añorando la uniformidad y piensan que “el nacionalismo nunca tiene bastante”. Es un nacionalismo que ha puesto en el frontispicio de su quehacer político el “¡Adeu, Espanya!” con que termina la oda maragalliana: “¿Dónde estás España, dónde que no te veo? ¿No oyes mi voz atronadora? ¿No comprendes esta lengua que entre peligros te habla? ¿A tus hijos no sabes ya entender? ¡Adiós, España!”.

Agotado el modelo autonómico y cuando millones de ciudadanos podían pensar que el catalanismo había alcanzado la mayor parte, si no todos, de sus objetivos fundacionales, la clase política nacionalista intentó, tras la llegada de ese pirómano de nombre Rodríguez Zapatero al que los españoles pusieron a partir de 2004 al cuidado del polvorín, ir más allá con un nuevo Estatut que venía a suponer la validación de derechos e instituciones propios de un Estat Catalá al mejor estilo Francesc Maciá: lengua preferente en el orden administrativo, reconocimiento de Cataluña como nación, poder judicial propio, Consell de Garanties Estatutaries cual Tribunal Constitucional catalán, centralismo autonómico frente a autonomía financiara municipal, etc. Ello mediante un texto profundamente antiliberal convertido en remedo de Constitución al estilo de las viejas dictaduras comunistas, que interfiere en ámbitos de derechos y libertades individuales irrenunciables en cualquier democracia occidental. Apenas un 6% de los catalanes se mostró interesado en el nuevo texto cuando se estaba discutiendo en el Parlament, según reveló una encuesta, y solo el 36,18% del centro electoral lo avaló en el referéndum de junio de 2006. Porque esta es una de las señas de identidad de este nacionalismo: su progresiva ruptura de amarras con la base social a la dice representar

El nacionalismo ha gestionado mal

En la base de ese desapego se encuentra la pérdida de prestigio de una elite política que, al margen de su verborrea irredentista, ha fracasado a la hora de hacer posible una vida mejor para el ciudadano de a pie, ha sido incapaz de ofrecer esa calidad de vida democrática que supuestamente le negaba Madrid. El nacionalismo no ha sabido gestionar. La Generalitat se ha dotado de una estructura organizativa elefantiásica que devora recursos sin medida y que se ha demostrado ineficaz para resolver cualquier imprevisto de gravedad, como se vio en el apagón de marzo de este año. Si a ello se le añade un gasto sanitario desbocado, tendremos dibujado el panorama de un endeudamiento autonómico imposible de asumir con sus propios recursos. La banca no considera hoy solvente a la Generalitat, como acaba de demostrar el intento fallido de La Caixa de sindicar un crédito de 1.000 millones que le había encargado el tripartito. Toda la banca extranjera se negó a participar. “Aquí nadie se atreve a decirle a Pujol que hemos hecho muchas cosas mal”, asegura un prominente barcelonés, “y que no podemos sostener el coste de tres Administraciones a cual más grande y más ineficiente. Esto no se aguanta, y alguna culpa tendremos los catalanes en lo ocurrido”. Cataluña ya no es la región más rica de España, como lo fue durante el siglo XX. El nacionalismo ha gestionado mal, y de eso no cabe echarle la culpa a Madrid.

El nacionalismo ha gestionado mal, y de eso no cabe echarle la culpa a Madrid
Seguramente consecuencia de la frustración que le produce el resultado de tantos años de Gobierno autonómico, Jordi Pujol ha pasado en los últimos tiempos a integrar las filas del catalanismo más radical cercano al independentismo. Para él, el fallo del TC ha sido “una humillación para Cataluña”. Tesis compartida por Miquel Roca, otro “radical”, padre que fue de la Constitución del 78 y hoy cabeza de un bufete que se está haciendo de oro gracias al monopolio que en temas legales de enjundia mantiene en Barcelona. Es otra de las características de ese nacionalismo: su capacidad para repetir los peores vicios de la corrupción que hoy exhibe la democracia española, como demuestran dos de los escándalos más recientes: el caso Millet y la operación Pretoria, redes de corrupción en estamentos públicos ambas, que afectan por igual a PSC y CiU. En el sistema clientelar que dirige esa elite política se integra, cual hermano siamés, la totalidad de los grupos de comunicación catalanes, acostumbrados a vivir de las ayudas públicas. En el cuadro solo falta esa Justicia genuina y exclusivamente catalana que reclama el nuevo Estatut, a la que cabe imaginar bien sujeta por el ronzal del establishment barcelonés, para componer el cuadro tenebrista de un Régimen manejado por ese grupito de políticos, periodistas y jueces, todos obviamente nacionalistas. Alejamiento de los ciudadanos y corrupción. Para ese viaje, no hacían falta alforjas.

La reacción del nacionalismo ante el auto dado a conocer el lunes sobre el Estatut ha consistido en negar legitimidad al Constitucional para decidir el futuro de las relaciones entre España y Cataluña. El argumento que soporta la protesta es que el criterio más o menos ilustrado de diez magisters no puede prevalecer sobre la decisión del pueblo catalán representado mayoritariamente en su Parlament, una idea que echa raíces en las insuficiencias de la Constitución de 1978. En efecto, en aras del sacrosanto consenso y por miedo a los entonces temibles “poderes fácticos”, el texto constitucional no cerró el catálogo de decisiones políticas sobre el modelo territorial, a consecuencia de lo cual fue necesario delegar en un órgano jurisdiccional –el TC- la solución de los conflictos surgidos en el desarrollo posterior del modelo. Estamos en la reedición, 80 años después, de la polémica que en 1931 enfrentó a Carl Schmitt y Hans Kelsen acerca del defensor de la Constitución. Frente a la tesis de Kelsen, recogida en la Constitución austriaca de 1920, que atribuye a un tribunal especializado el monopolio del control de la constitucionalidad de las leyes, la propuesta de Schmitt hace recaer en el Reichpräsident, en su condición de poder elegido por el pueblo, la custodia de las esencias de la Constitución cuando resulte amenazada.



Es hora de reconocer errores y rectificar

Buena parte del Estatut, por la vía de la declaración directa de inconstitucionalidad, por la vía de la ausencia de eficacia jurídica de su Exposición de Motivos o Preámbulo, o bien por la indirecta de la interpretación obligada conforme a la Constitución, ha resultado afectado por el fallo del tribunal presidido por María Emilia Casas, y con él los Estatutos que, por mimetismo, han pretendido ponerse a la cola en la orgía del ¡Viva Cartagena! autonómico en que ha devenido la España de nuestro Zapatero pirómano. Su responsabilidad en lo ocurrido es total, y tendrá consecuencias importantes en el resultado de las elecciones catalanas y en las relaciones futuras entre PSOE y PSC, aunque quizá no sea esto lo más importante habida cuenta de lo que está en juego. La sentencia del TC, desconocida todavía en su fundamentación, puede convertirse en un semillero de futuros conflictos en virtud de la interpretación que la fuerza política dominante en cada territorio vaya a hacer de la misma. Y un anuncio de nuevos recursos ante el propio TC a resultas de tales disposiciones autonómicas, porque donde hay una interpretación caben nuevas interpretaciones.

Llegados a este punto, los españoles, catalanes incluidos, se hallan ante uno de esos cruces de caminos que marcan el destino de una nación para muchos años. Si el modelo de organización territorial no está cerrado; si, además, no se respetan las decisiones del órgano llamado a dirimir los conflictos, y si, encima, el mantenimiento de dicho modelo, imposible de financiar, nos conduce a la ruina, es hora de coger el toro por los cuernos y reconocer, 32 años después, que cometimos un error, que se equivocaron los padres de la Constitución, que el “café para todos” autonómico con el que se pretendió enmascarar el hecho diferencial catalán y vasco fue un dislate, y que ha llegado el momento de corregir el rumbo asumiendo la reforma de la Constitución del 78. Operación muy difícil, cierto, porque habrá que lidiar con la intransigencia de quienes, desde la extrema derecha hasta el independentismo más ramplón, solo están interesados en echar leña al fuego (lista en la que hay que incluir al propio ZP, que ya se ha ofrecido a José Montilla para dar esquinazo al TC), por no hablar de la dificultad de desmontar los aparatos de poder levantados en estos años por los distintos virreyes autonómicos.

Los esfuerzos que tantos catalanes sensatos (“si Madrid no puede vivir sin Cataluña, Cataluña tampoco puede vivir sin Madrid”) están realizando estos días para templar los ánimos, sofocados por la sentencia del TC y la llamada a la rebelión efectuada por Montilla en la tarde noche del pasado lunes, así como la intencionada sordina que el Partido Popular le está poniendo al entero episodio, son señales que apuntan al triunfo del sentido común y alimentan la esperanza. La próxima legislatura puede ser clave, porque parece difícil que esto pueda aguantar mucho más. Dijimos el pasado domingo que Mariano Rajoy podía ser la última oportunidad de regenerar el Sistema desde dentro del Sistema. Como es precisa una mayoría parlamentaria de 3/5 para abordar la reconversión del Estado autonómico, la tarea reclamará el esfuerzo común de PP y PSOE, bloque al que habría que tratar de incorporar al nacionalismo democrático catalán y vasco. Un gran pacto de esta clase, incluso con Gobierno de coalición o concentración, no solo permitiría anclar de forma estable el futuro de Cataluña y el País Vasco dentro de la España plural, sino que, además, posibilitaría la adopción de las reformas estructurales capaces de procurar libertad y bienestar a los españoles a lo largo del problemático siglo XXI. Un gran pacto dispuesto a primar la calidad de vida democrática de los ciudadanos, en lugar de las ensoñaciones de poder de la clase política. El reto es inmenso, cierto, pero la recompensa puede ser aún mayor. Y soñar no cuesta dinero.

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